jueves, 13 de diciembre de 2012

Nietzsche para pobres

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Por Marcelo Pisarro, no Clarín


Si Jesús no hubiese sido el idiota feliz del pueblo, sin dudas habría adorado leer a Nietzsche. O al menos habría adorado que alguien se lo leyera, pues posiblemente era analfabeto. También habría adorado vivir en el siglo XXI, o en el siglo XX, incluso en el siglo XIX. La gente que escribió su biografía se hubiese sentido muy a gusto en un mundo en el que la gracia de Jesús podía encontrarse en su cuerpo y no en su espíritu. En un mundo bien dispuesto a creer en zombies antropófagos antes que en extrañas familias compuestas por una mamá virgen, un papá paloma y un hijo que también es padre y espíritu santo. Un zombie es imaginable; lo de la mamá virgen y el papá paloma se hace difícil de creer.
 
No siempre fue así. Tertuliano, que vivió y escribió entre el segundo y el tercer siglo de esta era, había entendido el truco. Si hubiese contado con la información de los zombies, sin dudas la habría sumado a la teología cristiana. En esos años, en esos siglos, ese grupo de hombres que se convertirían en los Padres de la Iglesia no se distinguía de todas las demás sectas cristianas y agnósticas que anunciaban haber vislumbrado el plan de Dios para todos nosotros. Aquello que marcó la diferencia ―lo que logró que la futura Iglesia sacara del camino a ebionitas, apolinarios, montanistas, arriamos y otros― fue el énfasis en el cuerpo, no en el espíritu. Cualquier imbécil podía hacer creer a los aldeanos desdentados en la mamá virgen y en el papá paloma; el desafío era inventarse algo todavía más absurdo.
 
La artimaña fue la resurrección: Jesús resucita, sale de sepulcro, come pescado, vagabundea durante cuarenta días y luego se va al cielo. Lo único trascedente que hace en esos cuarenta días, además de comer pescado, es nombrar a Pedro como sucesor y fundador de la Iglesia. Es un relato conveniente. Y funcionó.
 
Para que funcionara tenía que ser tan incoherente como se oye. La resurrección estaba más cerca de The walking dead que de las palomas mágicas que preñan vírgenes. No es que Jesús aparecía en el corazón de sus discípulos, o en el sueño de un místico delirante, o en forma de viento en una noche de tormentas. Nada de eso. Jesús salía caminando cual zombie, se sonreía y comía pescado. Los apóstoles tenían sus ojos abiertos de sorpresa.
 
―¡Pellízquenme, incrédulos! ―pedía Jesús.
 
Tertuliano había entendido que ésa era la cuestión. Si la idea de la resurrección sonaba absurda ―la idea de que podían regenerarse los huesos, la carne, las vísceras, incluso tu corte de cabello y hasta tu ropa favorita; Joey Ramone resucitará con campera de cuero y chupines; Marilyn Monroe, con un vestido que se levanta al pasar por las cloacas calientes―, ahí estaba la verdadera prueba para convertirse en buen cristiano. Creer en cosas absurdas era una cuestión de fe. La resurrección se convirtió en dogma. Uno debía creer que Joey Ramone resucitaría con su campera de cuero y sus chupines y, si no lo creía, entonces era un hereje. Así esta secta se sacó de encima a las demás sectas y se convirtió en Iglesia con mayúscula inicial: anunció no la resurrección del espíritu, sino la resurrección de la carne, del cuerpo, los huesos, las entrañas y las camperas de cuero.
 
Fueron astutos. Mientras todas las demás sectas peleaban por ofrecer paraísos más tentadores y espíritus más purificados, los Padres de la Iglesia ofrecieron aquello que en los siglos posteriores sus sucesores se encargarían de despreciar y considerar fuente de pecado: el cuerpo. En un sentido contemporáneo, lo que resucitará será el sujeto: usted, yo, con nuestras cicatrices de la apendicitis, nuestros anteojos y nuestras remeras de Sex Pistols.
 
“El ‘espíritu puro’ es pura estupidez”, escribió Nietzsche en El anticristo. “Si dejamos de lado el sistema nervioso y los sentidos, la ‘envoltura carnal’, no nos saldrán las cuentas: ¡nos habremos quedado sin nada!”. El hombre volvió a tener materia, cuerpo, sustancia; Nietzsche regresaba en el tiempo, recogía la piedra de fundación de los precursores de la Iglesia. Acaso lo sabía, acaso no le importaba.
 
Aunque había vestigios en la Grecia clásica, el concepto de “sujeto” surgió con la modernidad. Aristóteles definió al hombre como un “animal racional”: la subjetividad se ligaba a la racionalidad. Descartes lo transformó en una “cosa pensante”: introdujo la idea de alma. Kant lo perfeccionó: quitó el cuerpo y forjó un “sujeto trascendental”, forma pura. Entre el siglo XIX y comienzos del XX, el sujeto recuperó su cuerpo. Darwin concluyó que el sujeto estaba determinado por su medio; Freud, que el sujeto era producto de una historia familiar y social; Tylor, que había progresado materialmente por estadios de desarrollo ascendente; Marx, que las prácticas sociales materiales definían la conciencia y, por lo tanto, al sujeto. El sujeto comenzó a aprehenderse como una entidad sociolingüística que respiraba, comía pescado y pedía pellizcos. La clase de entidad sociolingüística de cuya resurrección hablaron Tertuliano y sus amigos. El auténtico misterio de la fe: que la resurrección de la carne será la resurrección del sujeto.


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